Dicen que los sueños son a menudo los reflejos de nuestros más profundos temores. Cuando un sueño cumple esta condición, suele ser llamado “pesadilla”.
Cuando tenía cinco años mis padres solían alquilar una casa junto al lago. Era una casa vieja y chirriante, echa de madera carcomida por los años. Recuerdo que en las noches tempestuosas el viento soplaba con fuerza a través de las paredes vacías, susurrando voces fantasmas en idiomas perdidos. Solía andar descalza por ese astillado suelo, estaba frio, los tablones crujían a cada paso y la superficie áspera de la madera rasgaba la suela de mis pies. La casa tenía una iluminación pobre, que le daba un cierto aspecto fantasmagórico. La madera vieja, tenía un color oscuro rugoso gastado por el tiempo y las pocas lámparas que la casa ofrecía daban una luz tan débil y atenuada que parecía extinguirse antes de atravesar el cristal de la ya desgastada bombilla. El único elemento que ofrecía luz natural eran los grandes ventanales que había colocados por toda la casa. Pero el cristal viejo i polvorienta, rasgada por las ramas en las noches de ventisca y agrietada en varios lados, dejaban filtrar una luz que casi oscurecía la casa en lugar de iluminarla. Pese a su claro mal estado, mis padres alquilaban esa casa una vez al año a finales de otoño, cuando los arboles, moribundos, se inclinaban hacia el suelo con humildad dejando caer sus últimas hojas muertas que medio podridas se incorporaban al suelo mohoso y enfangado por las aguas del lago. La casa se encontraba rodeada por matojos y hierbajos que cubrían de manera desordenada lo que antaño había sido un jardín. Esa selva grisácea de malas hierbas esparcidas por el terreno apantanado que era la entrada a la casa se veía frenado bruscamente por una zanja negra de estacas de metal. Que custodiaban cubiertas por enredaderas el límite de aquella propiedad, manteniéndose erguida, firme e inamovible, apuntando siempre al cielo.
Cerca de la casa, a poco mas de 500 metros había un lago, con aguas turbias de un color azul oscuro, no recuerdo haberme bañado nunca allí, en realidad no recuerdo mucho del lago, solo su cautivador azul tenebroso que parecía absorber tu alma hacia un pozo sin fondo. Al parecer, durante los ochenta un grupo niños se ahogó nadando en esas aguas, pese a los esfuerzos por parte de los equipos de rescate, los cadáveres jamás fueron encontrados, el misterioso fenómeno se atribuyó a unas corrientes submarinas que tampoco fueron encontradas. Des del incidente, bañarse en esas aguas quedó totalmente prohibido. Pese a esto el hermoso paisaje del valle siguió atrayendo a visitantes, que de vez en cuando, desaparecían bajo extrañas circunstancias. Las autoridades concluyeron que los desaparecidos habían muerto ahogados por las extrañas corrientes que no fueron encontradas jamás. Después de esto, el lugar empezó a ganarse la fama de valle maldito y el turismo desapareció por completo dejando abandonados varios edificios. Mis padres, vieron en la mala fama del valle una oportunidad para conseguir unas vacaciones a muy bajo precio. Y yo ignorante de los peligros del mundo, vi en ese lugar un mundo nuevo por descubrir.
No recuerdo nada de la última vez que pisé esa casa a excepción de un pequeño fragmento de los acontecimientos que en ese fatídico día cambiaron mi vida. Recuerdo estar acurrucada en las mantas, intentando protegerme del mal inexistente que mi padre había metido en mi cabeza a base de cuentos de terror. Me sentía alegre i protegida bajo esas sabanas que me alejaban del gélido ambiente que cargaba el aire de esa noche otoñal. El sueño empezaba a balancearse sobre mi cuerpo, llevándome lentamente a un país de sueños, pero un ruido estremecedor destripó el aire y despertó la curiosidad de aquella pequeña niña de mejillas enrojecidas. Había sido un sonido desgarrador, como el grito de agonía de una bestia en su último aliento. Recuerdo mis pies descalzos cruzando la casa entera, recuerdo como mis pequeños pies se ponían de puntillas para alcanzar el pomo de la puerta, recuerdo mis manos tocando el frio metal del pomo, recuerdo como chirriaba la puerta al abrirse, recuerdo como des de la entrada de mi casa y con la puerta abierta una corriente de aire frio acarició mi rostro, recuerdo como una luz misteriosa entre la espesura del bosque me seducía, recuerdo una vocecita en mi cabeza diciéndome que siguiera caminando, lo último que recuerdo de esa noche, es el tacto de las hojas húmedas bajo mis pequeños pies.
No fue hasta nueve meses después que fui encontrada en una granja cientos de quilómetros al sud de donde había desaparecido, junto al cadáver de una vaca devorada por las bestias. Al parecer, el equipo de rescate se rindió a las pocas semanas de mi desaparición, dándome por ahogada. A los pocos meses mis padres no pudieron aguantar la tensa relación que ya de antemano había entre ellos y aturdidos por la pérdida de lo único que les había mantenido unidos, decidieron separarse, cuando me encontraron mi madre había sido asesinada por un novio narcotraficante, quien jamás fue detenido. Mi padre se hizo cargo de mí. Pero mi presencia, solo hizo que refrescarle el dolor de aquellos nueve meses y cayó en una depresión. Empezó a frecuentar los bares i acabó por convertirse en un alcohólico que apenas lograba estar sobrio varias horas al día. Pese a su caótico estado psicológico, logró triunfar en el mundo del arte, pintando unos cuadros que le llevaron fama i riqueza, alargándole el brazo a un mundo de drogas y perversión. Pero mi padre no fue el único que cambio durante los nueve meses de mi ausencia. Cuando me encontraron junto al cadáver del bovino, fui ingresada en un hospital inmediatamente, permaneciendo en coma cerca de un año. Cuando desperté mi forma de ver el mundo había cambiado, lo último que recordaba era estar caminando descalza por el bosque siguiendo una seductora luz parpadeante, pero ahora casi dos años más tarde todo era diferente. Conseguí recuperar sin ningún problema los dos años de carencia escolar, no solo volviendo al curso que correspondía a mi edad si no consiguiendo los mejores resultados académicos en todos los campos. Logré llevar mi vida social a lo más alto, sacar las mejores notas y triunfar en varios deportes casi sin esfuerzo. Ahora diez años después de despertar del coma, un escalofrió recorre mi cuerpo. Durante años he mentido a toda persona que me preguntase sobre el tiempo en que había estado desaparecida, diciendo que no recordaba nada. Lo cierto es que ciertos fragmentos de lo vivido me atormentaban noche tras noche en mis pesadillas. Siempre el mismo sueño, día tras día, no hay noche que se salvase de repetir las mismas sensaciones gravadas en mi mente.
Una niebla densa me rodeaba, el aire olía a humedad, a hongos, a hojas secas y a carne fresca. Podía sentir un terreno rocoso y agrietado bajo mis pies, la frescura del viento acariciaba mi cuerpo, un viento con olor a carne. Varias veces mis pernas pasaban por un arroyo salpicando todo mi cuerpo, por alguna extraña razón, durante todo el sueño corría sin cesar, persiguiendo un objeto invisible entre las angostas paredes luminiscentes de una cueva cristalina. Mi cuerpo se sentía ligero, casi como volando, solo el constante contacto con la superficie me recordaba que solo las aves podían hacerlo. Mi cuerpo estaba empapado por el sudor y el fango, despojado de las ropas que alguna vez me habían cubierto. Pero no estaba cansada, al contrario, deseaba seguir corriendo, cada vez más rápido, cada vez con más energía, cada vez deseando mas catar la carne fresca. Entre todo lo que sentía cuando soñaba, solo había una cosa que podía notar con total claridad, casi como si lo estuviera disfrutando en aquel momento. Era el sabor, ere sabor rebosante inundando mi boca, ese sabor dulce, delicioso, que nublaba mis sentidos, que me llevaba al éxtasis, ese sabor eterno que me prometía gloria y me llevaba al paraíso, un sabor húmedo e intenso que despertaba mis instintos más salvajes, ese sabor a sangre.
La pesadilla siempre acababa de la misma forma: parada frente a una vaca, mirándola fijamente a los ojos, dándole el presagio de su muerte, mientras mi paladar se derretía por volver a probar el sabor de la sangre. Cuando el sueño terminaba siempre despertaba en la cama, sudando y temblando de miedo, pese a la satisfacción que sentía mientras dormía, el mundo se invertía al despertar y todo ese placer se transformaba en terror, me daba miedo, mucho miedo, un terror inexorable se apoderaba de mi llevándome a un infierno de angustia. Siempre tardaba varios minutos en calmarme, después, me daba una ducha fría para quitarme de encima esa amargura que pesaba sobre mi corazón. Y por mucho que intentara mantenerme despierta, el sueño siempre volvía a mí, siempre.
Hoy hace una noche tranquila, serena, puedo notar como el viento se filtra por la ventana para acariciar mi cuerpo, la luna brilla hermosa en el firmamento, tan llena, tan grande. Acabo de despertar, pero hoy mi cuerpo no está sudado, hoy no siento temor alguno, hoy más bien siento hambre. Un sonido desgarrador ha destapado el aire, como el grito de agonía de una bestia en su último aliento. Saco la cabeza por la ventana admirando el paisaje nocturno de la ciudad. A lo lejos en las montañas, se puede distinguir una luz que se oculta entre los árboles, una luz seductora que embriaga mi cuerpo con una curiosidad satírica. El viento lleva un olor extraño, un olor suculento, un olor a sangre.