jueves, 1 de septiembre de 2011

La casa vacía

La Casa vacía

La calle estaba vacía, desierta, le daba la sensación que hasta su alma le había abandonado en esas desoladas tierras. La poca vegetación que permanecía con vida estaba seca y rancia, el asfalto ardiente estaba resquebrajado y las malas hierbas habían empezado a acomodarse en sus hendiduras de forma desordenada. Algo bastante curioso teniendo en cuenta que a quilómetros a la redonda la única vegetación que se podía divisar en el paisaje eran los verdes pinos estampados en la pancarta publicitaria de una compañía de viajes, que por si fuera poco había perdido el color verde original para pasar a unos tonos ocre, eso en los pegotes donde la lluvia no había despegado aún el cartel. Eso había sido una zona rica hacía ya mucho tiempo, cuando aún quedaba oro en la cantera abandonada, pero esos tiempos habían sido olvidados hacía ya muchas décadas para dejar en el olvido a ese pueblo fantasma. Aproximadamente, se podían contar unas treinta casas en todo el municipio, casas de mineros en su mayoría, sucias y amontonadas unas encima de las otras, se caían a pedazos, pero eso le daba el consuelo de que al menos explorando sus ruinas podría matar el tiempo durante los siguientes años. El paisaje era adusto, tosco, rudo y seco, muy seco, en todo el paisaje y exceptuando los árboles muertos del antiguo parque y las grises y tristes casas del pueblo, los únicos tonos que conseguía distinguir eran el marrón, el ocre y… el color tierra. Era un desierto sin fin, pequeños montículos desordenados poblaban el paisaje, pero eso no cambiaba nada, el paisaje continuaba siendo igual de seco y caluroso. El aire era igual que el paisaje, seco y caluroso. La única esperanza que lo mantenía con vida era la eterna carretera que se extendía hasta el horizonte llevando supuestamente a la civilización, aunque le daba la sensación que el camino era demasiado largo para que pudiera alcanzar con vida la siguiente población. Aunque más que una carretera eso parecía una camino de cabras, ojala lo fuera, así por lo menos podría jugar con las cabras. La única alegría que había tenido al llegar al pueblo era que no tendría que vivir en las casas de los mineros,  en la parte más alta del pueblo se alzaban dos mansiones enormes que habían pertenecido a las dos familias propietarias de la mina. Según se decía dos amigos habían encontrado las minas a finales del s XIX escapando de los pocos indígenas que aún defendían sus últimas tierras. Des de entonces las dos familias se habían repartido la mina a partes iguales, parecía una historia muy bonita y eso se debía a las condiciones que firmaron los primeros propietarios, pero sus buenas intenciones se habían visto enturbiadas por la larga cosecha de asesinatos entre las dos familias, aunque junto al oro, terminaron las disputas. Ahora aquella casa que tanto dinero había costado construir  era una antigualla, no tenía luz, ni calefacción, ni gas, ni internet, ni siquiera cobertura, para no decir que no había señal alguna de televisión, la única tecnología que podía usar era la radio, que a duras penas lograba sintonizar una emisora de música country. El esplendor y la elegancia de la mansión se habían perdido con el tiempo y el calor, pero lo que más estropeaba la antigua gloria de la mansión era su falta de tecnología. Una antigua línea eléctrica se mantenía a duras penas a lo largo de la carretera, pero nadie se había molestado en arreglar los varios sitios por donde por un motivo o por otro la línea había caído. Su padre se había decidido a instalar luz por toda la casa y arreglar las ventanas que las tormentas veraniegas habían logrado romper. Limpiar toda la casa seria quizás el trabajo más complicado, pero todo ese trabajo solo le animaba, sería su actividad durante los siguientes meses, después de eso moriría de aburrimiento. Le gustaba leer pero no se imaginaba leyendo todos los días a todas horas. Ahora se arrepentía de haberse negado a ir a un internado, si hubiera sabido  como era el lugar a donde iba no lo habría dudado ni un segundo. Quizás podría convencer a sus padres el curso siguiente. Un internado le había parecido una idea horrible, no sabía por qué, ahora le parecía un paraíso, un lugar lleno de chicos y chicas de su edad, no aunque no fueran de su edad le habría dado lo mismo, eran gente. Pero allí en medio de la nada la gente escaseaba más que las focas en marte. Hacia dos días que había llegado pero le parecía que habían sido semanas, había recorrido las calles con su bicicleta de arriba a abajo y de abajo a arriba, había devorado libro y había construido una mediocre cabaña con palos secos y sobretodo, había dormido, dormido hasta hartarse y más aún. Nunca le había gustado dormir, se levantaba siempre pronto y se acostaba siempre tarde, vivía días repletos de actividades yendo a bañarse al rio con sus amigos o en un bar o enchufado a un ordenador. Pero allí no había ni rio, ni bar, ni ordenador, ni siquiera había amigos. Amigos, se había mudado tan rápidamente que no había tenido tiempo de despedirse, se preguntaba a menudo como estaría y que harían, pero el susurro del viento era su única respuesta. Aún le costaba entender como su padre había aceptado un trabajo en ese lugar, sus padres al contrario que el parecían fascinados, entusiasmados, los habían destinado allí a estudiar la flora, la fauna y la geología del lugar, aunque el aún no había visto ni un solo animal y las plantas escaseaban tanto en el paisaje como las personas. En cambio de rocas si había, había a montones, redondas, cuadradas, grandes, pequeñas, pero todas igual de aburridas. Su padre era un célebre geólogo y su madre una renombrada bióloga, podían haber enseñado en cualquier universidad del país, cobrando un sueldo absurdo con los horarios de un profesor. Pero tenían que aceptar ese trabajo mediocre, mal pagado y además, en esas condiciones de vida y por si fuera poco, tenían que arrastrar a su hijo. Sabía que los días serían aburridos, de modo que había querido alargar al máximo las posibilidades que le tenía reservadas el pueblo fantasma, pero tras explorar de arriba a abajo cada rincón de su nueva casa, de la cual solo utilizaban los aposentos de los criados, no había podido resistirse a adentrarse en la otra mansión. Le habría gustado dejar eso para más adelante para tener algo que lo mantuviera con vida, pero notaba que si no entraba en esa casa moriría de aburrimiento. Su padre le había prohibido entrar ya que era lo único en cientos de quilómetros a la redonda que no pertenecía al gobierno. Al parecer cuando el oro se agotó una familia rica compro la casa como residencia de veraniego y no habían querido venderla al gobierno hasta ahora, aunque según tenía entendido nunca la habían usado. En ocasiones se ilusionaba con la esperanza de que por fin se decidieran usarla, solía soñar con eso,  con unos vecinos que lo acompañaran en ese paisaje desolado, a veces soñaba con un chico de su edad con el que se hacían inseparables y vivían mil aventuras en esas desoladas tierras, o con una hermosa chica de quien caía enamorado y con quien se embarcaba en una romántica historia de amor, una vez soñó que eran unos viejos aburridos, pero era mejor que nada, mucho mejor. Incluso en sus pesadillas donde unos monstruos sangrientos habitaban la casa, los sueños le parecían mucho más apetecibles que la realidad. Pero eran sueños imposibles, lo sabía, seguramente esa casa había caído en el olvido hacía ya mucho tiempo y así seguiría por los siglos de los siglos. Pero ahora debía olvidar esos lúgubres pensamientos, ahora se adentraba en la aventura de explorar esa hermosa mansión, así es como le gustaba llamarlo “aventura” le parecía  la única forma de darle algo de emoción a esa contienda, pero ya había pasado la edad en la que cosas como esas lo emocionaran, aunque sabía que eso era mejor que nada. En la verja del jardín de la mansión colgaba una señal de prohibido el paso, y aunque sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, también sabía que a nadie le importaba que lo hiciera, no perjudicaba a nadie, ¿Cómo podía hacerlo? Si alguna vez las plantas habían crecido en aquel jardín, habían caído tanto en el olvido tanto como los idiomas de los primeros hombres. Ahora solo se extendía un terreno adusto y desolado de tierra seca resquebrajada por la calor, a cada pisada el suelo crujía, como si estuviera andando sobre un mar de patatas chips, pero las patatas chips eran solo otro de los placeres que había dejado atrás. Se acercó lentamente a la ornamentada puerta de madera carcomida y acerco la mano al ornamentado pomo con vacilación, en cuanto tocó el pomo, la puerta se desplomo de bruces contra el suelo justo delante de sus narices. El estruendo de la rejilla metálica rebotando contra el suelo y la madera partiéndose en pedazos resonó diabólicamente en la enorme estancia que era la entrada. No pudo evitar encogerse y cerrar los ojos al ver caer la puerta, consciente del inminente desastre pero sin poder hacer nada para evitarlo, en cuanto la puerta cayó al suelo se giró casi instantáneamente y miró hacia su casa. Se quedó allí paralizado, esperando ver llegar a su padre regañándole a gritos por entrar en esa casa. Pero no pasó nada, nadie le había oído, su padre debía estar durmiendo con su madre, es lo que el debería haber hecho, dormir. El sol picaba como mil demonios y la calor era insoportable. Pero allí estaba, frente a una puerta que acababa de romper y un agujero que lo seducía a adentrarse en esa oscura mansión. En cuanto puso un pie entre las sombras una agradable brisa fresca lo recibió, al tumbar la puerta debía haber formado un corriente de aire. De alguna extraña forma le daba la sensación que ese lugar estaba sumergido en un mundo de sombras, los porticones de las ventanas estaban cerrados y la oscuridad invadía la estancia, pero pese a ello podía ver perfectamente cada detalle de la habitación, era una estancia alta y ancha aunque no muy larga, había apenas unos metros des de la puerta hasta los dos escalones de piedra lisa que llevaban al vestíbulo, el suelo de la estancia era del mismo color gris rancio que los dos escalones y las paredes del mismo color blanco amarillento del techo de donde  colgaba una pequeña lámpara de aceite, en los laterales de la habitación había dos pequeños muebles de madera pulida y barnizada, que habían perdido todo su esplendor bajo el peso de los años y las capas de polvo. Se dirigió silenciosamente hacia los peldaños que subían al vestíbulo, casi conteniendo la respiración, no sabía porque, pero estaba tenso, atento, como si en cualquier momento algo pudiera surgir de la oscuridad, pero no había nada. En cuento subió el segundo y último peldaño un escalofrió le recorrió la espalda, parecía que esa sala era aún más fresca que la anterior, era una sensación agradable. La sala era imponente, grande muy grande, en el alto techo colgada una enorme lámpara de araña que apuntaba peligrosamente a un lugar al que no pensaba acercarse, el techo era blanco y las paredes estaban empapeladas con una rejilla de papel de oro en un fondo oscuro. Un sinfín de candelabros dorados cubrían las paredes, se acercó para tocar uno, podía verlo, el color oscuro de la pared era escarlata, el suelo era de baldosas blancas y negras, colocadas de una forma que le recordaba demasiado a un tablero de ajedrez  <si solo tuviera con quien jugar> pensó. A cada lado de la habitación una ancha escalera de mármol blanco subía al segundo piso. Se acercó a la escalera dando pequeños saltitos y se apoyó en la barandilla también dorada para decidir qué camino seguir. Finalmente se decidió por revisar primero la planta inferior, entre las dos escaleras se formaba una especie de túnel en forma embudo que acababa en un estrecho pasillo, siguió el pasillo y entró en cada una de las habitaciones, todas decoradas del mismo modo que el vestíbulo, exceptuando la cocina, que tenía las paredes cubiertas de baldosas blancas. La mayoría de habitaciones eras dormitorios, aunque había varias salas de estar y dos o tres baños, además de unos cuantos trasteros, los muebles habían desaparecido casi por completo, los primeros propietarios debieron habérselos llevado al vender la casa. Solo un armario en el dormitorio del fondo, el más grande, permanecía aún en las estancias bacías. Quizás fuera porque estaban vacías, pero cada vez que entraba en una habitación, le daba la sensación de que era más fresca que la anterior, cuando llegó de nuevo al vestíbulo empezaba a hacer frio. Había explorado todas las estancias sin encontrar nada interesante, aparte de un ratón que había logrado divisar por el rabillo del ojo en las cocinas. El piso de arriba le daba, por alguna razón, más esperanzas. Cuando estuvo arriva, le parecía que el frio había aumentado considerablemente, empezaba a frotarse los brazos a medida que avanzaba lentamente por las habitaciones, en el piso de arriba, las baldosas eran blancas y rojas y las paredes estaban empapeladas con rejillas negras en un fondo dorado. Justo al subir las escaleras se divisaba una gran sala con cuatro pequeñas arañas de cristal colgando del techo en los laterales había cuatro grandes puertas de roble además de una quinta que se encontraba al fondo, justo en el centro de la estancia. Abrió una por una las cuatro puertas y se adentró uno por uno en los cuatro enormes dormitorios que eran una copia exacta de los otros tres. Consistían en unos enormes espacios vacíos de baldosas blancas y rojas con grandes ventanales cerrados des de fuera donde colgaban enormes cortinas rojas, además en cada habitación había una enorme araña casi tan grande como la del vestíbulo. Finalmente depositó la mano en la última puerta de la casa. El pomo era de plata, al contrario que todos los demás pomos de oro, y estaba tan frio que parecía hielo. Finalmente se decidió a girar el pomo y empujar la puerta. En cuanto puso un pie en la estancia le pareció que el aire se congelase, esa habitación era más clara que todas las demás, los grandes ventanales del fondo de la habitación estaban abiertos y  dejaban filtrar una pálida luz fantasmagórica de un tono azulado que recordaba a las noches de luna llena. La luz bañaba el suelo de baldosas blancas y azules, las paredes eran de un verde intenso y había pintadas enredaderas azules que escalaban entre el verde hasta el techo, donde seguían hasta llegar al centro del techo color cielo de donde colgaba una gran esfera de cristal que se asemejaba a una lámpara de aceite, justo debajo de ella, en el centro de la estancia, bañado por la luz que se filtraba tenuemente por los cristales sucios, entre las cuatro baldosas centrales de la sala, crecía una rosa, una sola rosa alta y fuerte, erigida sobre un delgado tallo verde azulado lleno de púas traicioneras pero arriba estaba la flor, alzada más de metro y medio por encima del suelo, imponente sobre la torre que era el delgado tallo que la sujetaba, estaba una enorme rosa de pétalos azules. Cuando llego de nuevo al vestíbulo hacia tanto frio que no podía parar de repicar los dientes. Se sentía extraño, como si no hubiera hecho nada, le parecía que aún le faltaba algo por hacer, pero había visitado todas las estancias y no quedaba rincón por descubrir. Finalmente se rindió y se giró hacia la salida dispuesto a marcharse, pero en cuanto puso un pie fuera del vestíbulo, un sonido metálico procedente del fondo de la casa inundó el espacio. Entonces se giró y miró atentamente el lugar de donde provenía el ruido, estaba en la planta inferior, en la habitación del fondo, la más grande. “¡el armario!” exclamó para sus adentros. Entonces echó a correr hacia la habitación del fondo, a cada paso que daba el frio penetraba más y más en su pecho, cuando llego a la sala donde se encontraba el armario las paredes tenían el papel rasgado por las cicatrices que el hielo había formado en ellas.  Tenía los dedos blancos y notaba que la nariz se le había congelado. Entonces empezó a acercarse lentamente hacia el armario. Notaba los fuertes latidos del corazón, uno tras otro, pum-pum, pum-pum, cada vez más acelerados, más fuertes, pum-pum. pum-pum, cada vez más rápidos y más siniestros, pum-pum, pum-pum. Pero ese no era su corazón, ese corazón que resonaba por toda la estancia procedía de dentro del armario. Se acercó, cada vez más lentamente, como si el frio congelara sus pasos, a cada paso la brecha de hielo que cruzaba la pared, se hacía más y más grande. Cuando por fin sus yemas lograron rozar la superficie brillante del pomo del armario, este empezó a girar, y con la misma lentitud con la que el pomo había rotado la puerta empezó a abrirse sola con un crujido. Cuando la puerta del armario estuvo abierta completamente, introdujo su cabeza en el enorme mueble vacío, todo estaba oscuro, todo era oscuridad y frio, entonces lo escucho, los latidos venían de abajo, bajó la cabeza y pudo verlo, unas escaleras que descendían, y al final de las escaleras, unos brillantes y enigmáticos ojos, unos enormes ojos felinos, rasgados, del mismo color verde intenso que las paredes de la habitación del segundo piso. Pero antes de que pudiera darse cuenta, los ojos habían desaparecido, ¿sería un gato? Sin dudarlo ni un segundo empezó a bajar las escaleras, estaban oscuras, muy oscuras y frías, muy frías, cada vez más frías, pero los latidos de ese corazón cada vez eran más fuertes.  Cuando finalmente llegó al suelo el frio había calado en sus huesos y le costaba caminar. La estancia era un completo nido de oscuridad y en el fondo unos enormes ojos verdes brillaban en la oscuridad. Se acercó tan rápido como le permitieron las piernas, cada vez el latido era más fuerte y cada vez hacia más frio, podía sentir como se le congelaban las venas. Al final logró llegar hasta los ojos, esos enormes ojos, encajados en el lindo rostro de una chica desnuda, una hermosa chica. Su larga cabellara oscura se desparramaba por el suelo mientras esa mirada felina lo captivaba más y más, podía sentir el latido, cada vez más intenso pum-pum, pum-pum, estaba allí podía notarlo, podía tocarlo. Entonces hundió su cabeza entre los pechos desnudos de la chica y escuchó el cantico de su corazón. Pero algo le cortó en la mejilla, dio un paso atrás para admirar mejor el cuerpo de esa chica, estaba de rodillas con los brazos alzados por cuerdas que la cubrían por todo el cuerpo, solo que no eran cuerdas, eran espinas, espinas que se clavaban en su cuerpo y bañaban su pálida piel con riachuelos de sangre, eran espinas, eran rosas azules. Podía leer su mirada, podía oír la canción de su corazón,  sus tristes ojos pedían ayuda y sus labios le ofrecían un beso como recompensa, un beso y el amor de su corazón. Sin ni siquiera darse cuenta de ello, agarró con todas sus fuerzas los cayos de espino y estiro ferozmente, para arrancar esas rosas azules del hermoso cuerpo de esa chica, sin ni siquiera pensar en el agudo dolor que producían las espinas hundiéndose en su piel. Cuando hubo terminado una capa de rosas azules bañadas por su sangre vestían el suelo, los innumerables cortes de sus manos dejaban caer un torrente escarlata que empezada a formar un charco a su alrededor. La chica cerró los ojos y los volvió a abrir, ahora eran ojos libres.  Entonces se arrodillo ante el chico que  también estaba arrodillado y sin dejar de mirarlo a los ojos, le agarró las manos ensangrentadas se las llevó al pecho para que pudiera oír los alegres latidos de su corazón. La alegría también invadía al chico por dentro, una alegría fría y extraña, pero dulce y entonces la chica lo beso. Ya no estaba solo.