domingo, 16 de octubre de 2011

HELLEN (4)



VI
El color opaco de la sangre me cubría los ojos nublando mi visión. El aturdimiento recorría mi cuerpo acercándome a la muerte y un gran peso aplastaba mis piernas impidiéndome escapar. No podía ver nada, y apenas lograba distinguir entre los sonidos de recuerdos lejanos y  el murmullo de la batalla. Me encontraba indefensa, expuesta, sentía como si mi vida hubiese acabado allí, para eso había servido sacrificar al avaricioso Absalom, unas lágrimas recorrían mis mejillas, no estaba triste, no sentía nada especial, simplemente lloraba, lloraba por… ¿Por qué lloraba? Decidí luchar y acabé vencida, ese era el destino que me había tocado vivir, pero no lograba conformarme con él. Intenté salir arrastrándome de ese lugar, pero mis escasas fuerzas se desvanecían en la arena, el único lugar donde podía agarrarme. Todo había acabado mal, no, más bien todo había empezado mal…
Cuando Guh paró de golpear contra la pared aquel pedazo de carne que había sido su amo una sonrisa triste se dibujó en su rostro, su cautiverio había cesado, pero las pesadillas lo perseguirían de por vida. Mientras Guh cometía su masacre los jinetes del desierto, montados sobre sus grandes camellos no habían esperado en vano, se habían organizado, se habían reagrupado y ahora empezaban a cabalgar contra el pueblo en busca de una masacre. Entre las cuatro chozas que lucían erigidas retando a los vientos del desierto los hombres y mujeres se habían quedado quietos sin saber que contemplar,  el terrorífico asesinato del comerciante Absalom, o el aún más terrible grupo de tuaregs preparándose para la batalla. Los hombres de Absalom fueron los primeros en ponerse en movimiento, en cuanto se dieron cuenta que no había posible negociación, que los jinetes del desierto atacaban con intención de llevarse consigo todas las vidas del lugar, empezaron a correr. Algunos intentaron huir llevándose consigo al camello más cargado que encontraran, pero la avaricia los llevó a la muerte, esos fueron las primeras vidas que segaron los hombres del desierto. La mayoría pero, se acercó a los camellos para agarrar, dagas, cuchillos, espadas o cualquier cosa afilada con la que matar. Después de ver sus movimientos, muchos de los aldeanos siguieron sus pasos adentrándose en sus chozas para volver a salir con armas rudimentarias con las que poder evitar la muerte. Pero algunos eligieron quedarse asomados en las ventanas de sus casas rezando a algún dios o simplemente paralizados ante el escenario que ante ellos se mostraba. Cuando Guh recobró su ser, y se dio cuenta del escenario que le rodeaba, la batalla ya había empezado a desarrollarse, primero los jinetes habían atacado sin piedad a los que habían intentado huir, atravesándolos con sus largas lanzas procurando no dañar a sus camellos. Habían sido muertes rápidas i crueles. Los tuaregs se lo habían tomado como un juego, atacar a unos desertores que habían escogido huir antes que luchar, no tenía la menor dificultad para ellos. Sus camellos eran ligeros y rápidos. Pero los que habían decidido huir montaban bestias de carga, recubiertas por una pesada armadura de valiosas mercancías. Ninguno de los que intentó huir de aquel poblado logró sobrevivir. Después de eso, los tuaregs empezaron a dar vueltas alrededor del poblado, escaneándolo, buscando aperturas, sonriendo, eran guerreros del desierto y se enfrentaban a un puñado de aldeanos y comerciantes que apenas sabían empuñar una arma. Cuanto más tiempo tardaban los jinetes en atacar, más nerviosa se ponían las gentes del lugar. Algunos soltaron las armas y empezaron a correr incluso antes de que estos atacaran. Pese al tiempo que habían tardado en atacar, cuando lo hicieron arrasaron, pillando por sorpresa a su enemigo, que no estaba preparado para el asalto, ellos eran un grupo de guerreros sobre sus monturas y luchaban contra unos hombres que apenas se sostenían en pie y les costaba trabajos empuñar correctamente sus armas. El primer ataque fue corto y letal, atacaron a discreción, agitando sus largas lanzas y clavándolas en sus enemigos, después de eso se retiraron para volver a atacar pocos segundos después, esta vez el pueblo respondió mejor a su ofensiva, así que al tercer asalto empezaron a atacar sin discreción acabando con tantos como pudieran. Fue entonces cuando Guh se dio cuenta de lo que estaba pasando a su alrededor. Al ver el panorama que lo rodeaba, no tardó ni un segundo a acercarse a su montura y agarrar una enorme espada curvada a juego con su colección de músculos. Yo me había quedado junto a él, observando su masacre y después observando su silencio. Era consciente de la situación que me rodeaba, pero por algún motivo, me había quedado allí junto a aquel hombre. Un jinete se acercó a Guh apuntando su lanza hacia el corazón de su enemigo. Pero con un salto Guh se puso fuera del alcance del arma, al otro lado del camello y golpeando con todas sus fuerzas rebanó la pierna del camello. La bestia y su jinete cayeron a los pies de aquella musculosa sombra, que no dudó en hundir su espada en el cráneo del jinete caído. Ese gesto me hizo reaccionar a mí también, la batalla se estaba desarrollando de una forma negativamente inesperada, los hombres del desierto estaban masacrando a los lugareños sin dificultades y parecía que el único en ese pueblo capaz de rivalizar contra ellos fuera Guh y eso no sería suficiente. Cuando Guh fue corriendo en busca de otro enemigo al que abatir yo me dirigí corriendo hacia el hombre tendido en el suelo y agarré la espada que el guerrero había dejadado sin desenvainar. Era una espada curva, no demasiado pesada y suficientemente grande para mi, entonces guardé mi daga, que hasta aquel momento había agarrado firmemente. Por algún motivo tenerla guardada en el cinto me proporcionaba una seguridad que en esos momentos necesitaba. Entonces observé a mí alrededor y me dirigí hacia un jinete aislado que perseguía a una mujer que corría desesperadamente tratando de salvar su vida. Cuando llegué frente a él, esa mujer yacía muerta en el suelo con un agujero atravesando su pecho, la arena del desierto succionaba su sangre mientras el guerrero que había acabado con ella me contemplaba con ojos de depredador. Yo simplemente coloqué mi espada frente a mí en posición de defensa. El hombre agitó su lanza con la intención de cortarme el cuello, yo logré desviarla con mi espada, pero el filo rasgó mi pierna. En cuanto lo intentó por segunda vez interpuse mi espada en el ataque, como resultado caí al suelo junto a un pedazo de lanza. El hombre lanzó al suelo los restos de su lanza y desenfundó su espada, algo más grande que la que yo sostenía. Casi instintivamente, agarré el  pedazo de lanza que había logrado cortar y lo lancé contra mi enemigo, muy lejos de acertar la punta de la lanza se clavó en el estómago del camello, haciendo que se tambalease hacia el suelo. El jinete, cayó al suelo, pero se incorporó rápidamente, mirándome con su espada en la mano. Entonces uno de los comerciantes de Absalom se acercó por detrás intentando cortarle la cabeza, pero este paró su ataque, entonces yo me acerqué y hundí mi espada en el costado del guerrero que cayó al suelo gimiendo de dolor. El hombre de Absalom le rajó el cuello al jinete, me miró un instante y salió corriendo hacia otro enemigo. Su mirada no contenía odio, ni siquiera parecía haberle molestado el hecho de que hubiera provocado toda esa situación, el me miraba como a una mujer.
El viento empezaba a soplar por el norte y la arena se levantaba formando una espesa neblina de arena que escondía los últimos reductos de la batalla, había matado a tres hombres, pero mi herida en la pierna me dolía a cada paso y no paraba de sangrar. No sabía quién ganaba y quien perdía, apenas podía oír los murmullos de la batalla, los últimos rayos de sol caían entre la neblina de arena apenas iluminando el escenario, entonces lo vi, cortando la cabeza de un hombre, el líder de los tuaregs, montado sobre su camello blanco. Primero me asusté, pero luego me di cuenta de que no podía verme, y el viento tampoco le permitiría oírme si me acercaba, tanto su ojo inservible como el viento jugaban a mi favor, además la escasa luz y la neblina de arena que se alzaba a escasos metros del suelo parecían ser un escondite  idóneo para acercarse sin ser visto. Esa era mi oportunidad, entonces empecé a correr contra él, cuando estuve a menos de un metro del camello blanco, el hombre giró su cabeza hacia mí, pero ya era demasiado tarde, agarré la espada con fuerza y la hundí en el vientre del animal. El camello soltó un gemido agudo y cayó sobre mi aplastándome las piernas, tras él, cayó su jinete, justo encima de mí. Nuestros rostros apenas estaban separados por unos escasos centímetros, el hombre parecía aturdido, le había pillado por sorpresa, intenté buscar mi espada, pero estaba completamente hundida en el vientre del animal. Entonces el hombre recobró el sentido, una de sus piernas también había quedado atrapada bajo su montura, así que tenía dificultades para moverse, su espada había caído demasiado lejos como para agarrarla, así que rodeó mi cuello con sus manos, estrangulándome, su rostro dejaba intuir una sonrisa rabiosa que mostraba una fila de afilados y amarillentos, dientes que parecía que fueran a devorarme. Pude agarrarlo, mi daga. Con un movimiento rápido logré inyectar la daga en su garganta, una cascada de sangre regó mis ojos nublando mi visión, mientras intentaba respirar desesperadamente, pero pese a que el hombre estaba muerto, sus manos continuaban agarrando mi cuello con fuerza. Finalmente, reuniendo mis últimos esfuerzos logré despegar sus manos de mi cuello. No podía ver nada, apenas podía oír algo, el peso del camello me impedía escapar y el cadáver de ese hombre me impedía moverme, el aturdimiento de la batalla empezaba a caer sobre mi impidiéndome pensar con claridad, a la vez que un profundo desazón invadía mi cuerpo, sentía una sensación similar a cuando el hombre me estaba estrangulando, casi sentía como si no pudiese respirar. El sonido de los granos de arena repicando a mí alrededor era lo único que me indicaba que seguía con vida, pero mi cuerpo se sentía sin fuerzas y mis pensamientos empezaban a trasladarse a otro lugar.