domingo, 20 de noviembre de 2011

HELLEN (8)

X

-Era un día lluvioso, los cielos se arremolinaban en torbellinos negros que presagiaban una gran tormenta. Samhuel, como cada día, se había alejado del poblado para ir a recoger agua al pozo, que se encontraba a medio día de camino. Era una travesía larga y agotadora, que seguía un camino arduo y pedregoso. Cuando el sol estaba en lo más alto, las piedras ardientes abrasaban los pies del pobre Samhuel. Pero ese día el cielo estaba oscuro y encapotado, se olía la lluvia en el aire,  y con la lluvia el agua llegaría al pueblo sin necesidad de ir en su busca. Pero pese al regalo que los cielos le enviaban, el padre de Samhuel ordenó al muchacho partir hacia el pozo como cada día, temeroso de que el agua no se dignase a caer. Samhuel, fiel a la palabra de su padre, cumplió la orden sin osar contrariar a su protector. Y emprendió el camino angosto como lo hacía cada día.
Cuando llegó junto al pozo y alzó la vista al cielo, diviso ante sí un mar de nubes negras que todo lo engullían, como una bestia mandada por los dioses para consumir este mundo, el rugido de la bestia rugía acompañado de relámpagos fugaces que se adentraban en el suelo cual espadas de luz. Pudo divisar un millar de rallos junto a un millar de truenos que los acompañaban. Samhuel no podía regresar a su hogar, un océano de relámpagos se interponía en el único camino de vuelta. Solo le cavia esperar a que la tormenta cesase y el camino de vuelta quedase despejado para su retorno. Pero la tormenta no hacía más que crecer, acercándose más i más con cada minuto que pasaba. Finalmente, un rayo irrumpió frente a Samhuel, atravesando el suelo entre sus piernas. Entonces Samhuel comprendió que esa espada de luz que se había cruzado ante él, era un aviso de los dioses, que apiadándose de su pobre existencia le habían lanzado una advertencia. Si se quedaba en ese lugar, acabaría siendo pasto de la furia de los dioses.
Samhuel, ante el peligro inminente de perder su vida no tuvo más remedio que alejarse del pozo para adentrarse en tierras inhóspitas más allá de donde sus pies habían osado pisar jamás. Alejándose cada vez más y más de su hogar, siempre hacia delante huyendo de la tormenta, pasaron a su lado montañas y valles, ríos y lagos, días y noches, el tiempo pasaba ante sus ojos, con la tormenta pisándole los talones. Hasta que por fin cuando su cuerpo estaba a punto de desfallecer, la tormenta se desvaneció del mismo modo en el que había aparecido. La alegría invadió los ojos del pobre Samhuel que acabó desplomándose por los suelos.
Cuando volvió en sí, después de dormir por un largo periodo, no sabía dónde estaba ni por donde había llegado, se encontraba perdido en medio de una tierra desconocida. Mirase donde mirase solo lograba ver arena a su alrededor, ante él se extendía un mar de muerte, sin alimentos ni agua con los que abastecerse, temeroso de una muerte inminente, Samhuel pensó durante todo el día una solución al problema que se le planteaba, pero al caer la noche, ninguna solución había acudido a su cabeza. Viendo que llegaba su fin, alzó la vista al cielo y agradeció a los dioses la vida que le habían dado hasta el momento. Entonces, la diosa de la noche, consternada por su bondad, encendió en el cielo, una estrella que apuntara siempre hacia su hogar. El muchacho, agradeciendo la oportunidad que se le había concedido, se alzó y emprendió el largo camino de vuelta, siguiendo la luz de esa estrella.
Cuando por fin Samhuel pudo regresar a su hogar, nadie reconoció su apariencia, todo el mundo lo había olvidado. Cuando el muchacho empezaba a perder las esperanzas, apareció su ya anciano padre. Este, le miró a los ojos durante un largo silencio, y pudo reconocer en aquel hombre adulto, el que había sido su pequeño hijo al que antaño había mandado ir en busca de agua. Fue entonces cuando el padre de Samhuel derramó su última lágrima de felicidad, antes de  que la diosa de la noche se lo llevara al otro mundo en pago por la estrella que había encendido en el cielo para salvar la vida de su hijo. Samhuel, no se quejó por esa acción de los dioses, ya que podía intuir que su padre, arrepentido por haber mandado a su hijo a la muerte, l había estado esquivando a la espera que un milagro le devolviera aquello que había perdido. 
Samhuel vivió muchos años más, había partido como un niño y había regresado como un hombre, contrajo esposa y tuvo hijos, defendió a su familia hasta el final procurando ayudar siempre a los desfavorecidos. Y cuando le llegó el momento de partir, volvió a agradecer a los dioses la vida plena que le habían dado. Dicen los antiguos manuscritos, que antes de morir, en reconocimiento a su bondad, los dioses le concedieron a Samhuel un último deseo. Él, con una sonrisa en los labios, pidió que se encendiera una estrella en el cielo que indicara a los viajeros perdidos el camino como volver a su hogar. Los dioses, como recompensa a su benevolencia, cumplieron su deseo nombrándolo protector de la estrella para custodiara por la eternidad y procurar que su luz nunca se atenuara. Des de entonces encendida en lo más alto del firmamento, más brillante que todas las demás, se encuentra la estrella que guía a los viajeros hacia el camino de vuelta.
 Esta, mi querida muchacha, es la historia de esa estrella que des de antaño ha guiado a viajeros y comerciantes como yo para que encontraran el camino de vuelta a casa, por eso cada vez que mires al cielo, debes agradecer a esa pequeña estrella. Puede que algún día salve tu vida.

 Esa era la historia tal y como la había contado el gran Absalom, la imagen de ese anciano decrépito se yacía cada vez más borrosa en mi mente, pero el legado de sus historias se mantenía intacto en mi cabeza. Absalom había muerto, pero aún después de eso, seguía mostrándome el camino para lograr escapar de ese desierto. La más brillante en el firmamento, Absalom la había señalado con sus manos, no había duda de cuál era la estrella que debía seguir. Ahora solo quedaba esperar, esperar hasta dejar atrás el desierto. Mi mayor temor era morir antes de lograr salir de esa inmensidad de arena. Aunque ese no  era mi único temor, había partido de mis tierras, dejando todo atrás, en busca de aquello que más deseaba, pero podía notar como las pistas que llevaba persiguiendo por años se desvanecían en mis manos como la misma arena, mientras me alejaba cada vez más de mi objetivo.

Según la historia de Absalom, la estrella me llevaría de vuelta a mi hogar, pero ¿Cuál era mi hogar? Mi casa se hallaba lejos, muy lejos, más allá del océano. Era un lugar al que no podía regresar. La noche en la que partí de lo que había sido mi hogar, dejando atrás las llamas que lo consumían para partir en busca de mi amado, abandoné todo lo demás, esa noche perdí mi casa y mis tierras. Ese lugar ya no podía ser llamado mi hogar. Solo había una cosa, algo que aún podía nombrar como mío, algo a lo que aún tenía esperanzas de regresar, la única cosa por la que me había mantenido viva todos estos años, Joshua.


viernes, 4 de noviembre de 2011

HELLEN (7)

IX
Yacía junto a mí el cadáver de el hombre que había tratado de mancillar mi cuerpo con su esencia, mi corazón seguía latiendo al ritmo intrépido de una lluvia torrencial, pero solo llovían mis ojos. Mi boca aún conservaba el sabor ferroso de su sangre, un sabor desagradable y amargo que me impedía olvidar lo ocurrido, quería deshacerme de ello, dejarlo a un lado y seguir adelante, pero simplemente no podía hacerlo. A pesar de que ese hombre había intentado violarme, no sentía despecho por él, había salvado mi vida y de algún modo debía agradecérselo. La sangre continuaba brotando de ese cuerpo inerte, pero yo me sentía demasiado débil para hacer algo al respeto. Mi cuerpo pesaba, pesaba demasiado, más de lo que nunca me había pesado, el cansancio se apilaba sobre mi substrato a substrato, hasta que el peso del agotamiento hizo que abandonara mi cuerpo para volver a recuerdos lejanos.
Las llamas se alzaban frente a mí como el espectro de todo aquello que había sido,  el candente espectáculo de luces que se ultimaba en el edificio que acababa de abandonar para siempre se reflejaba en las últimas lágrimas de mi niñez. Mi rostro abrasado por el calor de las llamas no se despegaba de la imagen de aquella villa ardiendo,  los chillidos de las llamas se reflejaban en el cielo y congelaban mi alma. Todo lo que había vivido, todo lo que había sentido, todo lo que había sido, se estaba carbonizando junto a la madera de lo que había sido mi hogar. El panorama solitario de aquella colina, amenazaban con hundirme en la desesperación, mientras pasaba los últimos momentos en esas tierras mirando hipnotizada el candor escarlata del fuego. El ruido ignifugo de las llamas se vio interrumpido momentáneamente por un extraño bramido parecido al ruido de un ave rapaz. El estrépito surcó los cielos, como anunciando la llegada de algo, pero lo único que lo precedió fue el continuo chisporroteo de las llamas. Poco después, me sorprendió el crujido de unas ramas a mi espalda y al girar la vista, pude vislumbrar ante mí a la atrocidad que me perseguiría en sueños durante varios años después.  Una criatura deforme y grotesca,  erguida sobre dos famélicas piernas que precedían a un demacrado tórax con la espalda encorvada hacia delante, sus larguiruchos brazos que rozaban el suelo, acababas en afiladas zarpas ennegrecidas. Su piel, lucía un pálido grisáceo descolorido que recordaba más a la piel de un pescado que a la de un hombre, los huesos se le marcaban sobre la piel, mientras las venas violáceas reseguían todo su cuerpo.  Su cabeza, era pequeña y redonda, con unas orejas enormes, solo comparables al tamaño de sus ojos, unos agujeros negros encavados en el cráneo sin nariz de aquella escuálida criatura. En su cabeza colgaban unos escasos cabellos de un color mohoso que alcanzaban la altura de sus rodillas. Me quedé mirándolo a los ojos y él se quedó mirando los míos, carecía de párpados, pupilas y cejas, solo tenía su profunda mirada, sin nunca pestañear, siempre con esos enormes ojos abiertos, eran unos ojos tristes.  Sus pálidos labios, escondían una hilera de dientes triangulares que esperaban ansiosos catar una presa, un pequeño riachuelo de sangre fresca brotaba de sus fauces, tenía hambre y podía intuir que era lo que esa criatura homínida devoraba en sus banquetes, pero por algún motivo que aún hoy no alcanzo a comprender, la bestia desapareció entre los arbustos en cuanto parpadeé.  Fue entonces cuando se secaron mis lágrimas y eché la última ojeada a lo que había sido mi vida hasta aquel momento.
Cuando pude darme cuenta de que había empezado a andar ya me encontraba lejos de mi antigua casa, la humareda de polvo y humo se alzaba en el cielo tiñendo el azul de negro. Mi padre se había hecho construir una villa en lo alto de un montículo, una casa hecha de madera, vulnerable al ataque de los enemigos, el resto de los señores de las tierras cercanas se encerraban en castillos de piedra, fortificados hasta los dientes, alzados sobre montañas inexpugnables, temerosos de una guerra que ya había acabado. Pero mi padre decidió escapar de su castillo y criar a su única hija en una casa de madera en lo alto de un montículo, creía que su hija era una princesa como la de las canciones de gesta, bella como la luna y dulce como la miel, quería que fuera su princesa bonita, quería que algún día acudiera un caballero para pedir mi mano, pero yo no era una mujer bella como la luna y dulce como la miel, no tenía los ojos azules ni los cabellos de oro, los caballeros no combatían por mi belleza y los trovadores no me escribían canciones. Lucía una larga cabellera negra como la noche y unos ojos del marón más oscuro, lucía un busto digno de una tabernera, no de una princesa y sobretodo, mi corazón pertenecía a un aldeano corriente, no a ningún príncipe o caballero sacado de una canción. Pero, pese a todas las evidencias que negaban el destino que quería que viviese, mi padre se empeñaba en llamarme princesa y en cantarme canciones de amor. No sabía dónde estaba mi padre, no sabía dónde estaba nadie, tras despertar después de la gran explosión, simplemente habían desaparecido, sin dejar mas rastro que las llamas que calcinaban la casa. Cuando por fin logré divisar el pueblo, noté como mis débiles piernas empezaban a flaquear,  caí al suelo de rodillas, la imagen que se mostraba ante mi me llenaba de nuevo de desesperación, el silencio espectral que cubría la aldea solo era cortado por el sonido de las llamas, que abrasaban los techos revestidos de paja de las casas de aquel poblado. Allí descubrí el fin de mis fuerzas y empecé a caer en el mundo de los sueños mientras una voz ronca gritaba mi nombre, mientras una silueta borrosa se acercaba corriendo.
***
Desperté con el amargo gusto a sangre reseca en mi boca, mi garganta me pedía agua y el reciente recuerdo del incendió que acabó con mi hogar años atrás no hacía más que incrementar esta falta. Un fuerte olor putrefacto cubría el aire a mí alrededor. Cuando giré mi cabeza pude admirar el cadáver lleno de moscas del hombre que había matado tiempo atrás, ¿durante cuando había estado durmiendo? El mercader había muerto con una expresión de ahogo en el rostro, tenía la espalda adolorida y me dolía cada vez que intentaba mover mis piernas, pero el cansancio se había atenuado y me encontraba con fuerzas para seguir mi camino. Alargué mi brazo hasta la daga que atravesaba el pecho de aquel individuo que yacía a mi lado, las moscas se apartaron zumbando por el aire cuando arranqué el puñal, para volver a colocarse sobre la piel del cadáver pocos segundos después.  Después de limpiar el puñal de la sangre reseca y guardármelo en mi fajín, me arrastré hasta la puerta y apoyándome en la pared donde conseguí incorporarme. Aparté el cáñamo que cubría la entrada para dejar que la luz del sol acariciara mi piel. Me constaba esfuerzos mantenerme erguida, pero tras apoyarme en la pared durante varios minutos y apoderarme de un bastón que reposaba en la pared, conseguí alejarme lentamente de la choza.
El intenso calor que el sol del desierto me ofrecía me cogió de improvisto, me costaba trabajos caminar incluso con la ayuda del bastón. Me sentía como si estuviese muy alta, como si mi cabeza estuviera más arriba de lo normal, eso mas el calor, producían en mi un mareo sofocante que drenaba rápidamente las pocas fuerzas que había conseguido recuperar. Finalmente conseguí acercarme al pozo del poblado y llevarme a la boca algo de agua que apaciguara mi sed. Una vez me hube hartado de agua, me tumbé junto a la pared del pozo a contemplar mí alrededor. Los cadáveres de la batalla aún permanecían inertes sobre la arena, como si nada hubiera pasado des de entonces, solo el hecho de que estaban medio cubiertos de arena indicaba que había pasado el tiempo. Las moscas y demás animales carroñeros hacían su trabajo, el lugar desprendía un hedor a muerte tan fuerte que casi resultaba vomitivo, pero era quizás el hecho de haber dormido junto a un cadáver, la razón por la cual ese hedor no me afectaba tanto.  Había muchos muertos, juzgando por los cadáveres en el suelo no sabría decir quién fue el vencedor, pero le resultaba bastante fácil adivinarlo considerando que yo permanecía con vida, al parecer, fuesen quienes fuesen, los ganadores habían decidido abandonar ese lugar y dejarlo a la suerte del olvido. Solo yo y mi salvador nos habíamos quedado y ahora solo quedaba yo.
El silencio del desierto me ofrecía una paz interior, que nada antes, había sabido darme. La placidad de sus susurros se adentraba en mí vaciándome de todo aquello que no quería recordar, dejando caer mi mente en un estado de letargo. El berrido de un camello llamó mi atención, no había planeado aún cómo salir de aquel pueblo abandonado infestado por el odio y la muerte. Me acerqué hacia el ruido y pude alegrar mi vista al ver a dos camellos aprovisionados. Pero aunque tuviera camellos, aunque tuviera comida, no sabía a dónde ir, Absalom había prometido llevarme a la ciudad Blanca de Basha, pero ahora él estaba muerto, yo lo había matado. No tenía ningún medio para adivinar la dirección que debía seguir,  nadie podía guiarme, tenía un pozo, tenía alimentos y transporte, pero estaba igual de pérdida que cuando el gran Guh me encontró cubierta por la arena del desierto. Sin saber qué hacer ni a donde ir, logré llegar a la conclusión de que si no había ningún vivo que pudiera darme la respuesta, quizás algún muerto podría hacerlo. Registré uno por uno los cadáveres que se hallaban repartidos por el poblado, estaba claro que después del combate los supervivientes habían saqueado a los muertos indefensos para llevarse todas sus pertenencias. Solo fui capaz de hallar un par de mapas escritos en árabe, pero dejando a un lado que no podía entender nada de lo que había escrito, me resultaba imposible situarme. En los mapas el desierto aparecía como una enorme extensión vacía con algún que otro topónimo en árabe repartido por el papel. Solo en la costa cerca del mar, había una inmensidad de nombres, nunca debí haberme adentrado en el desierto. Después de dar un par de vueltas por los alrededores para ver si podía hallar una pista que me orientara me senté junto a los camellos, el frio de la noche empezaba a penetrar en el desierto y el calor de sus pieles me reconfortaba. El sol empezaba a caer en el mar de arena tiñendo el cielo de un color anaranjado que empezaba a teñirse de oscuro y colgada en medio del cielo, había una estrella, una única estrella que brillaba con todas sus fuerzas, tan brillante y tan lejana, la única estrella que se divisaba en el firmamento. Entonces fue cuando recordé una de las historias del viejo Absalom, la historia de un niño que fue capaz de regresar a su hogar siguiendo la luz de una estrella, una luz brillante y firme colgada en el firmamento, la luz que me guiaba hacia mi destino mientras me adentraba de nuevo en el mar de arenas.

martes, 1 de noviembre de 2011

HELLEN (6)


VIII
La calidez de su cuerpo se fundía con el mío, recordaba perfectamente esa primera noche en el viejo molino, el roce de sus manos, sus besos, sus caricias, imágenes de esa noche bombardeaban mi cabeza en aquel sueño, sabía que era un sueño y que acabaría en cuanto despertase, pero la lujuria recorría mi cuerpo como si Joshua aún estuviera allí, pero no estaba, y yo lo sabía. El placer y el dolor se fueron apagando silenciosamente mientras una lágrima caía por mi mejilla para ver su rostro sumirse de nuevo en la penumbra.
Me desperté súbitamente en medio de la habitación, de vuelta a una realidad que me resultaba difícil de aceptar, sabía que el momento de despertar acabaría llegando, sabía que nada lo podía retrasar, era plenamente consciente de ello, pero solo quería seguir soñando con la felicidad un poco más. Aún podía sentir los labios de Joshua contra los míos, aún podía sentir su lengua acariciar mi cuerpo, aún podía sentir sus dedos reseguir mis curvas, podía recordarlo todo, cada detalle, cada sensación, pero, ¿pero porque me costaba tanto recordar su rostro? Permanecía oculto tras las sombras, difuminado por la oscuridad, estaba allí, pero no podía verlo con claridad, ese rostro que tanto había admirado, estaba empezando a caer en el olvido. La frustración me corroía por dentro, una pérfida angustia empezaba a apoderarse de mi corazón, mientras el desasosiego surcaba los mares de mi alma en busca de un amor perdido que parecía estar cada vez más lejos. Fue entonces cuando me di cuenta que estaba llorando, mis mejillas ardían, pero no de tristeza o dolor, lloraban de rabia e impotencia, por aquello que no fui capaz de proteger. Me llevé las manos a los ojos, no quería llorar, quería ser fuerte, debía ser fuerte, si ni siquiera era capaz de eso jamás podría encontrarlo, nunca podría encontrar a Joshua.
Pase horas llorando, hasta que mis lagrimas se secaron, incluso después, seguí llorando por dentro. No sabía dónde estaba, lo último que recordaba era haber caído enterrada bajo un camello en una batalla que nunca debí haber librado. Todo estaba oscuro, solo unos finos rayos de luz se filtraban entre unos cáñamos entrelazados que parecían servir de puerta para entrar en la habitación vacía donde me encontraba. Descansaba sobre un montón de paja maloliente que me producía picazón en la espalda. Lo único que me venía a la cabeza era que alguien me hubiese salvado tras la batalla, pero después de haberla causado me resultaba difícil de creer que alguien se hubiera apiadado de mi, solo el gran Guh se aparecía en mi cabeza como un posible salvador. Pero algo en mi interior me decía que si hubiese sido él, todavía estaría junto a mí, pero en esa sala no había nadie, solo estaba yo. Mi cuerpo estaba adolorido, mis brazos, mi pecho, mi cabeza, la garganta, los muslos, pero sobretodo me escocían las piernas, me costaba esfuerzos intentar moverlas, reunía todas mis fuerzas, pero lo único que conseguía era un grito de dolor. El dolor me sacudía y yo gritaba, pero nadie acudía a mí, parecía que el desierto había regresado a mí, era una calma tensa y amenazante, como la anterior a una tempestad. 
Un rayo de luz irritó a mis ojos cuando ya estaban a punto de caer en el cansancio, la puerta de cáñamo se había abierto y una silueta oscura se vislumbraba de pie en la entrada, des de mi perspectiva parecía alto, muy alto, demasiado alto, ni siquiera podía levantarme del suelo y el estaba allí, alzado, con esos familiares ojos clavados en mí, no podía distinguir bien la persona, pero por alguna razón me infundía un miedo que desarmaba completamente mis fuerzas. Era una figura delgada, nada parecida al fuerte Guh que habría deseado encontrar.  Se quedó parado, en silencio, en el umbral de la puerta, mirándome, resiguiendo mi cuerpo con la mirada, después volvió a cerrar la puerta tras el dejándome de nuevo en la oscuridad. Pero ahora no estaba sola, mucho peor, estaba con él.
Podía oír el sonido de sus pasos mientras su silueta opaca se tambaleaba lentamente acercándose cada vez más. Los escasos rayos de luz que se filtraban entre la puerta me permitían ver la oscura y amenazadora silueta que me acechaba. Yo permanecía inmóvil, paralizada por un pánico irracional que se apoderaba de mi cuerpo cada vez más rápido, sabía lo que venía a continuación, lo sabía, pero lo negaba, no quería aceptar la verdad que ante mí se mostraba y eso solo hacía que alimentar el pánico que devoraba mis fuerzas. Quise decir algo, pero de nada servía, ese hombre no hablaba mi lengua, ni yo la suya. El hombre se arrodilló frente a mi mirándome a los ojos y entonces lo vi, ese era el hombre que me había encontrado en media batalla, el me había ayudado a matar a un tuareg, me había salvado y me había mirado, también era él el que me había sacado de debajo el camello y me había vuelto a mirar, me había mirado con esos ojos lascivos, con esa mirada obscena, siempre acompañada de esa sonrisa lívida que dejaba ver sus amarillentos y puntiagudos dientes. El me había rescatado de morir bajo aquel camello y me había llevado allí, me había salvado la vida y esperaba algo a cambio. Su mirada lujuriosa vaciaba mi alma y hacia recorrer un hediondo escalofrió a través de todo mi cuerpo. Me desnudaban con la mirada, ese hombre quería mi cuerpo y no pararía hasta conseguirlo. Colocó su mano en mi cintura delicadamente a la vez que desprendía el repugnante hedor de su aliento sobre mi rostro. Sus manos eran ásperas y callosas,  la piel de sus resecas yemas reseguía mi piel ascendiendo lentamente hacia mis pechos, con dulzura y delicadeza, más de la que hubiese podido esperar. Por un instante pensé en entregar mi cuerpo, en abandonar todo por lo que había recorrido tanto camino para satisfacer los deseos de ese hombre que había salvado mi vida, por un momento considere la posibilidad de abandonar mi viaje en la busca de un amor perdido, para quedarme a satisfacer los deseos del hombre que me estaba tocando. Pero enseguida pude darme cuenta de que estos pensamientos no me pertenecían, pertenecían al miedo que poblaba mi alma, miedo a no ser lo suficiente fuerte para seguir mi camino, miedo a no encontrar lo que buscaba. Mis dudas se desvanecieron por completo cuando las manos de ese hombre agarraron furiosamente mi pecho, estrujándolo entre sus dedos. Intenté darle una patada, pero mis piernas no respondían, parecían ser un fantasma del pasado. Le agarré el brazo con las dos manos intentando quitármelo de encima, pero me faltaban fuerzas para impedir que me manoseara. Entonces pude vislumbrar como su rostro se acercaba peligrosamente a mí otro pecho, siseando su viscosa lengua hacia mí. Instintivamente golpeé su rostro con mis manos, entonces el golpeó el mío y todo quedó en silencio, mientras una lagrima se derramaba por mi mejilla.
El silenció no hizo más que incrementar mi miedo, me había pegado y yo había cayado, no podía hacer mas, no quería mirar su rostro, tenía miedo de hacerlo, dejé la mirada perdida en la pared, intentando pensar en algo que me alejase de esa amarga realidad, pero nada acudía a mi cabeza. El áspero tacto de sus dedos rozó mi barbilla, agarrándola con fuerza y girándola hacia él, obligándome a mirarlo mientras susurraba unas dulces palabras que no podía comprender. Lentamente, acercó su rostro a mi cuerpo y empezó reseguir la línea de mi cuello con su húmeda y sebosa lengua, era una sensación pútrida y amarga, muy desagradable. Quería gritar, pegar y huir de allí, tan lejos como las piernas me llevaran, pero no tenía piernas, ni voz, ni fuerzas. Lentamente, dejé que esa bestia se apoderase de mi ser, pero cuando su lengua bífida rozó la comisura de mis labios, reaccioné e inmediatamente agarré su rostro intentando apartarlo de mi, pero él me agarró ambos brazos y me los sujetó contra el suelo, mi respiración era agitada , quería volar a otro lugar, quería desaparecer, quería morir. En un movimiento rápido sus labios se acolcharon contra los míos, mientras su untuosa lengua penetraba en mi interior, profanando aquello que solo mi amado había podido alcanzar. Entonces guiado como un rayo de luz en las tinieblas, se aparecieron en mi mente los recuerdos de todas las vidas que había quitado,  de cómo había cortado cuellos y atravesado corazones, como había acabado fríamente con las vidas de ocho jinetes del desierto y ni siquiera recordaba los rostros de la mayoría de ellos. Quizás era débil, una mujer pequeña en tierras extrañas, pero había matado y podía volverlo a hacer. Instantáneamente cerré mi mandíbula ferozmente, mordiendo labio y lengua.  El hombre  empezó a gemir,  revolcándose por el suelo, maldiciendo mi nombre con palabras austeras que no podía entender. En mi boca bañada por su sangre se hallaba un pedazo de lengua, un pedazo de aquel hombre que vociferaba en el suelo, su sangre inundaba mi paladar,  la sangre de aquel hombre que había osado mancillar mi cuerpo. Entonces el hombre me miró, sus ojos estaban anegados de cólera y de sus fauces brotaba sangre a arcadas formando un pequeño charco a su alrededor, el hombre cegado por su rabia desenfundo rápidamente una daga que resplandecía vivamente en la oscuridad.  Empecé a buscar algo que agarrar, algo con que defenderme, pero el oscuro suelo de esa estancia no me ofrecía mas que polvo y silencio. El hombre se abalanzó sobre mí lanzando un extraño grito ahogado por la sangre que brotaba de su lengua. Sin nada con que defenderme decidí  esquivar el golpe, milagrosamente, mis piernas acudieron a mi llamada y se movieron justo a tiempo para alejarme del frio puñal. El hombre volvió a abalanzarse sobre mí, yo interpuse mi mano en su camino y logre agarrarle la muñeca antes que la daga atravesara mi corazón. Sus ojos me miraban con rabia, con ira, deseaban matarme y estaban dispuestos a hacerlo,  sin tiempo a pensar, arrojé mis dedos contra su rostro hundiéndolos en sus ojos, durante unos instantes el hombre afligido por el dolor, dejó de agarrar con fuerza el puñal, ese instante fue suficiente para agarrarlo y hundirlo en su pecho, acabando así con el hombre que había salvado mi vida.